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  • editorialpuntoyapa

Lyla



Me llaman Lyla, como el color, pero desde que mis párpados se abrieron por primera vez y mi historia comenzó a escribirse como extractos de una mente perturbada toda mi realidad ha sido un desteñido negro. Quiero pensar que todo está en mi cabeza, temo perder el control de lo que mi mente crea. Si por un momento pudiera arrancarme el cerebro, lo haría. La noche del 31 de octubre todo comenzó; lo recuerdo bien porque, mientras otros jóvenes se divertían, yo estaba sentada en un rincón de mi cuarto mientras mis padres volvían a discutir. Entre gritos e insultos me fui a dormir, eran casi las dos de la mañana cuando por fin mis ojos se cerraron, fue entonces que soñé un perro negro persiguiéndome por unas calles desconocidas. ¿Qué puede tener de extraño un sueño así? Nada si todo termina al despertar, pero algo inquietaba mi alma. Aquel animal no era normal, su cuerpo era de un perro grande y tenía un rostro humano. Cada vez estaba más cerca de mí, comencé a sentir su aliento en mi nuca, y cuando pude despertarme el perro seguía mirándome al pie de mi cama. Con sus gruesas patas subió sobre mí y recargó su pecho sobre el mío, acercó su rostro dejándome sentir el calor de su respiración. Pasó su lengua por mis labios y sus fauces se abrieron para morder mi cuello. Después de un rato masticándome, bajó por mi cuerpo y se echó en mis pies hasta quedarse dormido. Fue una hora después que pude moverme y fui a verme al espejo. ¿No estaba volviéndome loca, o sí? En mis ojos algo extraño estaba escondido: la ira, el resentimiento, la tristeza, la soledad de mi existencia ignorada por quien me trajo a la vida y sin nadie más a mi lado; algo se estaba formando. Su risa inquietante se escuchó por primera vez. ¿Cómo un perro puede reír así? Fue cuando supe que él sería el único a mi lado, y estaba burlándose de mí. Para la semana siguiente ya estaba acostumbrada a sus visitas nocturnas, hasta que se acabaron las pastillas para los nervios, esas que a veces me dan escondidas en los alimentos. Rasguñé las paredes de madera en un ataque de ansiedad y he perdido algunas uñas de los dedos. Ya no le temo al perro negro, decidí que ya no seré su presa. Unas horas después, cuando la oscuridad cayó de nuevo, él entró riendo mientras yo tomaba un baño. Me miró y comencé a mofarme de él. Sus ojos amarillos se clavaron en los míos, salí de la tina y comencé a caminar hacia él con restos de miedo en mis huesos. Me dejé dominar por mi terror y me lancé sobre el perro, le mordí el cuello tumbándolo en el suelo y entre gemidos de dolor tomé el espejo del baño y lo estrellé en su cabeza clavándole los trozos de cristal en su espeso pelaje negro cual terciopelo. Comencé a reír entre lágrimas, el sabor amargo de su sangre inundaba mi boca. Fui al armario por unas sábanas para limpiar, pero, al regresar al baño, el cuerpo ya no estaba. El espejo seguía en su lugar intacto y una risa se escuchó por toda la habitación, hilos de sangre brotaban de mi manos, empapando la alfombra. ¿Qué es real? Llevo tres horas riendo y no puedo parar. ¡Dios, quiero parar! ¿Me estoy volviendo loca? El hombre alto con rostro de perro parado en la esquina de mi cuarto entre risas me dijo que todavía no. Fin. Montserrat García González. (Seudónimo: Taira Lee)

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